«Dichosa tú que has creído»

Hay dos títulos de María, que destacan sobre todos: “modelo de la Iglesia” y “modelo de nuestra fe”. Su prima Isabel le dirá “¡Dichosa tú, porque has creído!”. Esa fe de María no fue fácil. Tenía que conservar y meditar en su corazón los misterios de los que iba siendo testigo y que suponían una dura prueba.
Quien vive cerca del misterio de Dios, y nadie estuvo tan cerca como María, sufre dificultades, dudas y contradicciones que llegan a traspasar el alma, como profetizó el anciano Simeón a la misma María.
Hoy celebramos el final de la vida de una mujer a la que muchas generaciones de creyentes hemos llamado bienaventurada.
Han sido también muchas las generaciones, movidas por ese Espíritu que Jesús prometió y que conduce a la verdad plena, las que comenzaron a afirmar lo que no relatan los evangelios y que Pío XII definió como dogma de fe en 1950: “que María vive ya plenamente en el misterio de Dios la vida definitiva que también nos está reservada a nosotros”.
El prefacio de la misa de hoy dice: «Con razón no quisiste, Señor, que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo».
Lo que en María ya es realidad, también será un día realidad en cada uno de nosotros. Lo afirma hoy Pablo: «Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de los que duermen… Todos también recibirán la vida por ser de Cristo. A la cabeza Cristo y, enseguida, los que sean de Cristo, cuando él vuelva”.
Tal como Cristo resucitó, también María pasó a gozar de la plenitud de la vida de Dios. Ella es la “mujer, vestida de sol, con la luna bajo los pies y en su cabeza una corona de doce estrellas”.
No creo que nuestra vida actual sea tan dura como la de los cristianos a los que Juan dirigió su Apocalipsis. La comunidad de creyentes se siente también hoy amenazada por una bestia que no es mejor que aquel Imperio romano, que acabaría un día derrumbándose. Algunas de las bestias de hoy son el materialismo, el racismo, la guerra, la droga, las injusticias entre los hombres y los pueblos y podríamos seguir. Cada año, incluido este, muchos mártires entregan la vida por su fe.
Tenemos también muchas dificultades a las que no vemos solución y que pueden llevarnos al desánimo o a la amargura.
La fiesta de la Asunción de María es una llamada a la esperanza, a creer y a saber que lo que sembramos no queda sin fruto, que hay un sentido último en todo lo que hacemos y por lo que luchamos.
María, desde el cielo, es “figura y primicia de la Iglesia” es “consuelo y esperanza de su pueblo, todavía peregrino en la tierra”.
Ella es esperanza viva por muy dura que, en algunos momentos, pueda parecernos nuestra situación. Esperamos y pedimos que esta esperanza se haga realidad donde sea más necesaria.
Nosotros, como los primeros cristianos de Asia Menor, podemos escuchar ese griterío inmenso con el que el que hoy concluye el texto del Apocalipsis y que es nuestra esperanza: “Ya llegó la liberación por el poder de Dios. Reina nuestro Dios y su Cristo manda”.
Que nuestra Madre María abra nuestra vida a la esperanza.
Que así sea.
Que así sea.
Homilía D. Norberto García Díaz 15 de agosto 2025
Extraída de un texto de Paco Zanuy