
Me vais a permitir que en esta Semana de Pasión, cargada de dolor, me sitúe sin más ante la cruz.
Es bueno estar allí. La entrada en Jerusalén, la Cena del Amor, Getsemaní, los azotes, la traición de los amigos, el juicio inicuo, todo acaba y desemboca en el Calvario. Y allí, en el Calvario, la Cruz, la Virgen María. La Iglesia representada por la Madre dolorosa y el discípulo amado, a quien Jesús se la encomienda.
Y al contemplar la escena, no olvidemos que Cristo es el Alfa y el Omega, el principio y el fin, la piedra fundamental y la clave de bóveda.
Jesús entra en Jerusalén asumiendo lo que está por venir; el rey al que el pueblo alaba y acoge con palmas es muy distinto al que está en la conciencia y experiencia de Jesús: es siervo que permanece firme en el sufrimiento y aparente fracaso, por su fidelidad a Dios y a la humanidad, como expresa el libro de Isaías; es siervo del que se burlan, al que acorralan, que se siente abandonado y que grita a Dios en el momento de mayor desesperación, como se lamenta el salmista; es siervo, Dios despojado de su grandeza y humillado hasta la muerte en cruz, como canta el himno de Filipenses.
Pero Jesús es el siervo que expresa el don de salvación que se ofrece a todos, el siervo exaltado ante el cual toda rodilla se dobla y, como reconoce el centurión, el verdadero Hijo de Dios.
D. Norberto García Díaz, homilía Domingo de Ramos 2024, (inspirada en los escritos de María Luisa Brey).