El pasado domingo Jesús mostraba el rostro del Padre
El pasado domingo Jesús mostraba el rostro del Padre por medio de la“Parábola del Padre Bueno”, o, como decíamos, “De un Padre incomprendido por sus dos hijos”.
Creo adivinar en el Evangelio de hoy una especie de aclaración o de complemento de aquella parábola. Sólo que hoy aparece en vivo, no como parábola, y es el mismo Jesús quien manifiesta el rostro del Padre lleno de ternura, pero que también insta a cada uno a enfrentarse con su realidad.

Les invito a una contemplación de este Evangelio como si formásemos parte de la escena para que así también nos transforme a nosotros.
Llega Jesús después de haber estado orando, en diálogo con el Padre, en un lugar apartado. Le esperan los que desean escuchar su palabra.
Yo también me encuentro allí, en medio de todos, escuchándole con el corazón dispuesto a recibir su palabra, porque siento que estoy necesitado de conversión. Imagínense allí cada uno de ustedes y abran mucho los ojos del corazón.
Entre todos, o mejor, por encima de todos hay un grupillo, el de los buenos oficiales, que no busca conversión porque piensan que no la necesitan. Traen consigo a una mujer que dicen haber sorprendido pecando.
Jesús había hablado de la ternura y el cariño del Padre para con todos. Tal vez eran los mismos fariseos que el domingo pasado comentaban escandalizados que Jesús trataba y comía con los pecadores. No les gustaba, como al hijo mayor, que el Padre no castigase al pródigo como era debido.
Los que escuchan a Jesús tienen que apartarse para que los fariseos puedan ponerse ante Jesús arrastrando con ellos a esa pobre y asustada mujer.
Ellos se consideran intachables y, con un argumento tan fuerte como es la ley de Moisés, reclaman la justicia de la tradición de Israel: “Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio y debe ser ejecutada a pedradas porque así lo ordena la ley de Moisés”.
Contemplamos la escena y puede que también nos sintamos indignados porque opinamos que la ternura del Padre debería tener un límite.
Observamos a Jesús, a los fariseos, a la mujer y a la gente. Se produce un silencio abrumador. Jesús calla y se pone a escribir en el suelo con un dedo. No distinguimos bien lo que escribe. Tengo la sensación de que podría haber escrito algo inconfesable de nuestro pasado.
Todos callan hasta que el más atrevido dice, para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué te parece que hagamos?”, mientras aprieta un pedrusco en su diestra. Jesús sigue escribiendo en silencio observado atentamente por todos. Permanecen callados hasta que Jesús decide hablar. “Vale, pues. Cumplamos la ley: el que de vosotros esté sin pecado, el que nunca haya cometido un grave error, que tire la primera piedra”.
Todos quedamos paralizados; al portavoz se le cae la piedra de la mano e intenta escurrirse discretamente. Hay quien se siente observado por el compinche de alguna francachela y se va apartando poco a poco del grupo. Y así siguen mientras los más viejos comienzan a retirarse; nosotros seguimos observando silencio la escena y notamos que también a los jóvenes les salen los colores y van escapando mientras Jesús continúa escribiendo en la arena.
Sólo han quedado Jesús y la mujer muy asustada, casi sin atreverse a mirarle a la cara. Jesús, con mucha ternura le coge la barbilla, le hace levantar la vista y mirarle a los ojos. “Mujer, ¿nadie te ha condenado?”, “No, Señor”.
La mirada de Jesús se hace más profunda y cercana mientras ella espera conmovida. Entonces Jesús dice las palabras que la liberan y que transformarán su vida para siempre: “Yo tampoco te condeno. Vete en paz y no vuelvas a pecar”.
Jesús ha hecho suyo el rostro de Dios que mostró el domingo pasado. Aquella mujer llora de arrepentimiento y también de gozo al sentir la misericordia del Padre Bueno en el rostro y las palabras de Jesús.
Que Él también transforme nuestro corazón, nuestra manera de entender la vida y de comprender a los demás, aun cuando podamos sentir la tentación de juzgarlos.
Que nuestro rostro, como el de Jesús, sea también un reflejo de la ternura de Dios Padre como lo fue el de María, modelo también de esa misma ternura. Que nos ayude a transformar el nuestro.
Que así sea.
Homilía D. Norberto Garcia Díaz. Domingo 6 de abril 2025
Extraída de un texto de Paco Zanuy