Las lecturas de hoy me recuerdan la vieja historia de un rey que siempre estaba muy triste
porque buscaba la felicidad y no la encontraba. Consultó a un sabio y éste le dijo que sería feliz si se ponía la camisa de un hombre feliz.
Envió mensajeros por todo su Reino para que buscasen a ese hombre, pero no lo encontraban. Visitaron a ricos en sus grandes y lujosas mansiones. Cuando no estaban aquejados de dolores y enfermedades, tenían problemas con su consorte o sus hijos. Todos los que visitaban tenían algo que les hacía sentirse infelices. Un día uno de los mensajeros encontró a un hombre que se sentía totalmente feliz. Entonces el rey mandó que por favor le pidiesen su camisa. Pero el hombre feliz era tan pobre que ni siquiera tenía camisa.

En nuestra sociedad se habla mucho del estado de bienestar, pero nada acaba de llenarnos ni acaba de proporcionarnos la felicidad.
Dice Pagola que “la civilización de la abundancia ofrece medios de vida, pero no razones para vivir. La insatisfacción actual de muchos no se debe, principalmente a las crisis económicas sino a la crisis de auténticos motivos para vivir, luchar, gozar, sufrir y esperar”. En nuestro mundo la felicidad se mueve por unos parámetros basados en lo políticamente correcto que no son los del Evangelio. Se entiende por felicidad y bienestar la abundancia de bienes, las continuas celebraciones y tener la bodega y la despensa bien surtidas. También son muy importantes el poder y el reconocimiento social.
Ya desde la primera lectura se diferencian quienes aciertan en la búsqueda de la auténtica felicidad y quienes se equivocan desde el principio.
En tiempos de Jeremías sabían distinguir entre la sequía y la abundancia de agua, entre un árido desierto y un árbol plantado junto al agua.
Jeremías considera malditos a los que sólo confían en el hombre porque son como cardos en la estepa y considera benditos a los que ponen su confianza en el Señor y no en los bienes materiales. A estos últimos los compara con un árbol junto al agua, con las ramas siempre verdes y con frutos sabrosos para alimentar a los caminantes.
El Salmo responsorial compara a los impíos con la paja llevada por el viento. Son un mal ejemplo.
El Evangelio de Lucas presenta unas bienaventuranzas que inquietan porque también presentan el polo opuesto. Hay bienaventurados y hay malditos. Asusta poder encontrarse entre estos últimos.
¿Quiénes son bienaventurados y pueden alegrarse porque encontrarán una generosa recompensa?:
los pobres, a quienes se promete el Reino;
los hambrientos, a quienes se les promete la abundancia;
los excluidos, insultados o ignorados por servir a Dios.
los que lloran porque algún día encontrarán la verdadera alegría;
Esto lo afirman tanto Jeremías en la primera lectura como Jesús en el evangelio.
También se contraponen el poner la confianza en Dios o el ponerla en el hombre.
Hay unas malaventuranzas para estos últimos precedidas de un “¡Ay de vosotros!” que se dirigen a los ricos que ya disfrutaron lo que buscaban, a los hartos y saciados que nunca experimentarán lo que de verdad les llenaría el corazón, a los que solo piensan en la diversión superficial que no les dará la felicidad y a los que buscan quedar bien delante de los hombres porque terminará quedando en evidencia su mezquindad.
El olvido de los más débiles es un pecado no sólo de la sociedad sino también de cada uno. No podemos mirar hacia otro lado. Apostemos en nuestra vida por ser árboles de raíces profundas junto al manantial del Señor que alimenten a los caminantes.
En el evangelio de Mateo las bienaventuranzas son ocho y completan el programa del Reino de Dios que anuncia Jesús.
Cuando Dios se nos acercó haciéndose como nosotros no buscó para encarnarse un lugar rico ni una mujer poderosa. Vino a los arrabales de la tierra y quiso que una sencilla y humilde aldeana fuera su madre.
Encomendémonos a ella para encontrarnos entre los que siguen a Jesús y viven sus bienaventuranzas.
Que así sea.
Homilía D. Norberto Garcia Díaz. Domingo 16 de febrero 2025
Extraída de un texto de Paco Zanuy